Se cumplen hoy 7 años desde el hundimiento del Prestige, aquél barco infernal, viejo, corroído, de casco único, cargado de 77 millones de litros de petróleo en su negra y oxidada barrigota. Justamente navegaba frente a la llamada Costa da Morte, el lugar históricamente famoso por su peligrosidad, donde tantos barcos han naufragado y tantos marinos desaparecido. Nosotros nos encontrábamos en ese momento en la zona cuando se anunciaba su inminente hundimiento. La causa fue que su viejo monocasco estaba en tan mal estado que, al chocar, por lo que contaron, con un tronco a la deriva perdido por un mercante, se rompió. Hubo montones de negociaciones políticas entre el armador, el Gobierno, e incluso las empresas de salvamento. ¡No había un protocolo de actuación!. Pero lo que les preocupaba no era la catástrofe ambiental sino el dineral que perderían en petróleo.
Cuando el hundimiento era inminente, le obligaron a alejarse a 250 km de la costa e intentaron pasarse el muerto de unos a otros. Pensarían que, como hacemos uso del mar como si de un vertedero se tratase, el petróleo derramado en la lejanía no sería notorio. Pero la armaron gorda pues el mar, con tristeza, tuvo que vomitar el indigesto cargamento que le habían obligado a tragar. La catástrofe ambiental que de ello se derivó fue la más terrible en la historia litoral y marina en España. Toda la cornisa cantábrica, incluyendo zonas limítrofes de Portugal y Francia, fue afectada. Un desastre tristísimo que los políticos tuvieron la osadía de medir en euros. Pero aquello fue la muerte. El mar se tiñó de negro. Cuando aún el fuel no había llegado a la gran mayoría de la costa, yo mismo viajé a Galicia para trabajar con SEO en la recogida de aves petroleadas de playa en playa. Y comprobé cómo las aves marinas como araos, alcas, alcatraces y demás, estaban llegando aparentemente sin afección por petróleo, pero muertas por intoxicación.
Recuerdo a las mujeres recogiendo conchas para darle a las gallinas, pero eran de ostras que estaban muriendo en masa de forma misteriosa. De alguna forma había llegado ya la muerte del Prestige a la costa, pero de forma invisible. Recuerdo que compré una lata de sardinas gallegas para comer y el tendero me dijo con fuerte acento gallego: “Aprovecha, pues serán las últimas que comas”. Los políticos se afanaban en convencer al público de que no tendría consecuencias medioambientales. Pero para los amantes del mar había llegado la muerte. Para los amantes de la vida. Para los pescadores. Para el futuro. Y creed que aún persisten las consecuencias. Y claro, el mar se regenera, la Madre Naturaleza es generosa y agradecida a pesar del trato que la dispensamos. El gran problema es que el ser humano no se regenera. SEGUIMOS IGUAL DE CAZURROS.
Quiero recordar aquí como homenaje a un hombre que murió como consecuencia directa de aquél desastre y además murió de tristeza. De tristeza de ver cómo todo lo que él había amado había sido cubierto de viscoso petróleo negro. Justo en aquellos días, antes de que el mar vomitase toda aquella mierda, estuvimos apunto de ir a visitar su pequeño paraíso. Se llamaba Manfred. Llegó en 1961 a Camelle y allí se quedó. Era parte de la Costa da Morte. Había creado un museo al aire libre, un museo que era parte de la costa, un museo del mar, y él vivía integrado con el medio marino, vestido tan sólo con un taparrabos. Algunos lo tacharían de excéntrico, pero era todo un modelo de vida infinitamente más respetuoso con el medio y con los demás que el que llevamos la gran mayoría de los mortales. Él llegó en su juventud, se enamoró de una chica y tuvo un desengaño que le dejó muy conmovido. Tanto que, con 23 años, se convirtió “en el cangrejo más ermitaño que haya sido visto en la Costa de la Muerte”. Allí, se dice, se casó con la mar, que rompía en espumarones a su puerta. 40 años hablando con el océano, con su amada, la mar, esculpiendo piedras junto con ella y ordenando tesoros que su amada la mar le regalaba. Era vegetariano y tenía una salud de hierro. Jamás enfermaba. Pero aquél vómito de la mar enferma cubrió toda su obra y él murió de tristeza, como todos saben. El alma de la costa de Camelle se fue para siempre. Manfred Gnadinger, artista alemán, nacido en Dresde en 1940 y muerto en Camelle el 28 de diciembre de 2002, de tristeza, aunque a los responsables y directos implicados en el desastre no les haya afectado lo más mínimo.
Cuando el hundimiento era inminente, le obligaron a alejarse a 250 km de la costa e intentaron pasarse el muerto de unos a otros. Pensarían que, como hacemos uso del mar como si de un vertedero se tratase, el petróleo derramado en la lejanía no sería notorio. Pero la armaron gorda pues el mar, con tristeza, tuvo que vomitar el indigesto cargamento que le habían obligado a tragar. La catástrofe ambiental que de ello se derivó fue la más terrible en la historia litoral y marina en España. Toda la cornisa cantábrica, incluyendo zonas limítrofes de Portugal y Francia, fue afectada. Un desastre tristísimo que los políticos tuvieron la osadía de medir en euros. Pero aquello fue la muerte. El mar se tiñó de negro. Cuando aún el fuel no había llegado a la gran mayoría de la costa, yo mismo viajé a Galicia para trabajar con SEO en la recogida de aves petroleadas de playa en playa. Y comprobé cómo las aves marinas como araos, alcas, alcatraces y demás, estaban llegando aparentemente sin afección por petróleo, pero muertas por intoxicación.
Recuerdo a las mujeres recogiendo conchas para darle a las gallinas, pero eran de ostras que estaban muriendo en masa de forma misteriosa. De alguna forma había llegado ya la muerte del Prestige a la costa, pero de forma invisible. Recuerdo que compré una lata de sardinas gallegas para comer y el tendero me dijo con fuerte acento gallego: “Aprovecha, pues serán las últimas que comas”. Los políticos se afanaban en convencer al público de que no tendría consecuencias medioambientales. Pero para los amantes del mar había llegado la muerte. Para los amantes de la vida. Para los pescadores. Para el futuro. Y creed que aún persisten las consecuencias. Y claro, el mar se regenera, la Madre Naturaleza es generosa y agradecida a pesar del trato que la dispensamos. El gran problema es que el ser humano no se regenera. SEGUIMOS IGUAL DE CAZURROS.
Quiero recordar aquí como homenaje a un hombre que murió como consecuencia directa de aquél desastre y además murió de tristeza. De tristeza de ver cómo todo lo que él había amado había sido cubierto de viscoso petróleo negro. Justo en aquellos días, antes de que el mar vomitase toda aquella mierda, estuvimos apunto de ir a visitar su pequeño paraíso. Se llamaba Manfred. Llegó en 1961 a Camelle y allí se quedó. Era parte de la Costa da Morte. Había creado un museo al aire libre, un museo que era parte de la costa, un museo del mar, y él vivía integrado con el medio marino, vestido tan sólo con un taparrabos. Algunos lo tacharían de excéntrico, pero era todo un modelo de vida infinitamente más respetuoso con el medio y con los demás que el que llevamos la gran mayoría de los mortales. Él llegó en su juventud, se enamoró de una chica y tuvo un desengaño que le dejó muy conmovido. Tanto que, con 23 años, se convirtió “en el cangrejo más ermitaño que haya sido visto en la Costa de la Muerte”. Allí, se dice, se casó con la mar, que rompía en espumarones a su puerta. 40 años hablando con el océano, con su amada, la mar, esculpiendo piedras junto con ella y ordenando tesoros que su amada la mar le regalaba. Era vegetariano y tenía una salud de hierro. Jamás enfermaba. Pero aquél vómito de la mar enferma cubrió toda su obra y él murió de tristeza, como todos saben. El alma de la costa de Camelle se fue para siempre. Manfred Gnadinger, artista alemán, nacido en Dresde en 1940 y muerto en Camelle el 28 de diciembre de 2002, de tristeza, aunque a los responsables y directos implicados en el desastre no les haya afectado lo más mínimo.
David Nieto Maceín.